Era un día de verano muy caluroso y Mateo tenía muchas ganas de comer un helado. Había ahorrado su dinero durante semanas para poder comprar el más grande y delicioso que hubiera en la heladería del barrio. Se puso su camiseta favorita, unos pantalones cortos y salió corriendo de su casa, sin preocuparse por ponerse los zapatos.
Llegó a la heladería en pocos minutos, sudando y sonriendo. Se acercó a la puerta y se dispuso a entrar, pero se encontró con un obstáculo inesperado: un cartel que decía “Prohibido entrar descalzo”. Mateo se quedó paralizado, sin saber qué hacer. Miró sus pies desnudos y luego el cartel. No podía creerlo. ¿Por qué le impedían entrar a comprar un helado solo por no llevar zapatos? ¿Qué tenía de malo ir descalzo en verano?
Mateo sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Estaba a punto de darse la vuelta y marcharse, cuando oyó una voz detrás de él.
- ¿Qué pasa, chico? ¿Por qué estás tan triste? – le preguntó una chica que estaba sentada en un banco, junto a un chico. Ambos tenían un helado en la mano y lo miraban con curiosidad.
- Es que… – balbuceó Mateo – quiero comprar un helado, pero no me dejan entrar porque estoy descalzo.
- ¿En serio? ¡Qué injusto! – exclamó la chica – ¿Y no tienes zapatos?
- No… los dejé en casa. No pensé que fuera necesario.
- Bueno, no te preocupes. Nosotros te ayudamos – dijo el chico, que se levantó del banco y se acercó a Mateo – Mira, yo te presto los míos. Son muy grandes para ti, pero te servirán para entrar.
El chico se quitó sus zapatos, que eran unos tenis enormes y coloridos, y se los dio a Mateo. Este los cogió con sorpresa y agradecimiento.
- ¿De verdad? ¿Me los prestas? – preguntó Mateo.
- Claro, no hay problema. Solo devuélvemelos cuando salgas, ¿vale?
- Vale, vale. Muchas gracias – dijo Mateo, poniéndose los zapatos. Le quedaban tan grandes que parecía que llevaba dos barcos en los pies.
Mateo entró a la heladería con una sonrisa enorme. El dependiente lo miró con extrañeza, pero no le dijo nada. Mateo eligió el helado más grande y delicioso que había: uno de tres bolas de chocolate, vainilla y fresa, con sirope y almendras. Pagó con su dinero y salió feliz.
Al salir, devolvió los zapatos al chico y le dio las gracias otra vez.
- No hay de qué, amigo – le dijo el chico – Disfruta de tu helado.
- Sí, lo haré – dijo Mateo – Y gracias a ti también – le dijo a la chica.
- De nada – le dijo ella – Que tengas un buen día.
Mateo se alejó del banco, comiendo su helado con gusto. Se sentía muy feliz y agradecido por haber encontrado a esos dos amigos tan generosos y simpáticos. Pensó que quizás algún día volvería a verlos y les invitaría a un helado. Mientras tanto, disfrutaba del suyo bajo el sol de verano.